Terrassa mala raça

Un día ya lejano cuatro o cinco de Badalona, mejor dicho: que vivíamos en Badalona; la mayoría filolibertarios, amantes del jazz, modernos y marchosos, fuimos a Terrassa a escucharlo y resultó un poco decepcionante. Se presentó en solitario y interpretó algunos clásicos que nos hicieron el efecto de un muermo: Summertime, My funny Valentine, cosas así. Queríamos marcha, sin duda preferíamos el Corea infiltrado de rock, rumba y flamenco. De repente, en una pausa de los carraspeos, cuando se extinguen los aplausos y el artista parece invocar el más allá para acometer el nuevo tema alguien de la expedición se incorporó de la silla y vociferó: "¡Más marcha!". Corea movió la cabeza en la dirección del aullido y nos sonrió, mientras el auditorio, mala raça, emitía un enérgico siseo de desaprobación. Un poco abrumados por la reacción del respetable nos vinieron las risitas con las que por aquel entonces celebrábamos la provocación. El artista, sin perder la sonrisa que lo caracterizó a lo largo de sus actuaciones, volvió a posar las manos sobre el rutilante teclado y reemprendió el repertorio de estándares. 


El Bösendorfer

A propósito del piano al que Corea se aplicaba, la prensa publicó que habían tenido que alquilarlo a toda prisa en Can Jorquera porque el del músico había sufrido un trastazo en el Prat. El que relucía en el escenario aquella noche era un Bösendorfer imponente (recuerdo, sin saber nada de barcos ni pianos) y el importe del alquiler, siempre según la misma prensa, había resultado en un milloncete de pesetas, años ochenta. No está mal para aporrearlo unas horas, dijimos algunos que tenemos arraigada la mentalidad de barriada. Un infiltrado psuquero habitual en nuestras batidas musicales, una especie de Petit Larousse del jazz, nos rebatió un tanto escandalizado por nuestra grosería de lumpenproletariado. Para empezar, el Bösendorfer se estimaba entre los mejores pianos del mundo, además que para ponderar si era caro o barato había que tener en cuenta que con el artefacto viajaba a Terrassa una división de técnicos de diferentes especialidades, estaban los ingenieros, los mecánicos, los afinadores, además de unos transportistas de manos amorosas seleccionados entre lo más delicado de la corte celestial, vaya que no eran repartidores de butano que hacían horas extras. Nuestro informante, después de escrutarnos la cara de admiración y pasmo, añadió que no quería extenderse pero que entre los movilizados cabría incluir a los engrasadores, no fuéramos a pensar los hijos del reguerot que solo se engrasan los motores de barco. Aún había otros que nuestro mentor omitió quizá por su condición de subalternos pero que estaban a la vista de todos, un par de personas parecían entregadas a sacar más lustre al mueble con paños que a estas alturas imaginábamos de seda.

De lo visto y de las instructivas explicaciones del amigo concluimos con la convicción de que ni el Santísimo Dios Padre Todopoderoso goza de tantas prevenciones y cuidados cuando lo sacan de romería asediado por fervorosos borrachos. Lo que no es de extrañar pues la jerarquía conoce el valor de las cosas mundanas y sabe distinguir el precio de un muñeco de cartón-yeso frente a un Bösendorfer. Rememorando esa noche tarrasense me viene a la memoria el simbolismo de la inmisericorde destrozada de piano que los Hermanos Marx interpretan en una de sus películas. El piano como tótem, organismo complejo, delicado, exigente; el piano como organización social, con sus ingenieros y sus engrasadores. Una colmena de obreras para que la reina interprete lo que nadie más puede hacer.


De regreso, tarde, de mal humor y huérfanos de marcha, algunos con la perspectiva de tener que madrugar, nuestro instructor redondeó su magisterio revelándonos que en la panza del Bösendorfer había unos sensores, una especie de mini estación meteorológica para controlar temperatura, humedad y otros parámetros misteriosos, como la conductividad del aire. Entonces la mayoría ya estábamos cansados del agobio del erudito y lo mandamos callar de mala manera para entregarnos a una polémica sin sentido sobre si la venta de entradas podía haber cubierto el millón, echamos cuentas del aforo, consideramos subvenciones, aportaciones de patrocinadores, hicimos multiplicaciones y restas, para concluir con un ramalazo patriótico: ya estaba bien de achacar todos los males a lo españoles, y dimos por sentado que el porrazo que inutilizó el piano del maestro se lo habían propinado al embarcar en quién sabe qué aeropuerto de postín. Y para redondear la exaltación algunos mostramos nuestra admiración porque en Barcelona existiera la familia Jorquera que mantenía un Bösendorfer a disposición del que aflojara un milloncete, todo un signo de modernidad y europeísmo.

Entramos en Palau

Mal informado, dejándome llevar, al año reincidimos previo suntuoso retrato en las taquillas del Palau. Quizá querían resarcirse del millón del año anterior, dijo alguien malicioso. Esta vez viene acompañado, me asegura nuestro enciclópedico psuquero. Y es cierto, viene acompañado, pero ¡sorpresa! de un solo músico (Gary Burton, un xilofonista). El duo nos sometió a una experimentación sónica más delicada que unas porcelanas chinas. Nada de rumba, ni rock ni flamenco. O sí, y no lo supimos apreciar. Hago esta salvedad porque fue sorprendente el ritmo que los músicos sacaron de unos instrumentos a prori más sinfónicos que "marchosos". Spain con estos instrumentos sóno de una manera inédita que me pareció curiosa y agradable, pero el grueso de la delegación costera éramos irreductibles y seguimos echando en falta "la marcha". Y ya que hemos entrado en Palau aprovecharé para afirmar que, al menos por aquellos años, en ese templo se vendían localidades desde la que no se podía ver el escenario. Y que existían otras intermedias en las que podías vislumbrar algo a costa de echarte encima del vecino y contraer una tortícolis severa. (No he vuelto por Palau y ignoro si Millet solventó estos inconvenientes cuando hizo las reformas de la casa de su hija.) Cuando finiquitado el recital deamulábamos camino del BS que, ¡oh, ayuntamientos democráticos! ¡oh, Tranvías de Barcelona!, ya circulaba toda la noche (cada hora, sin pasarse) opiné en voz alta que piano y xilofón sonaban muy parecido, vaya que casi eran lo mismo, lo que me descalificó a perpetuidad a ojos del amigo que casi me había convencido de que un millón era una ganga por tener un Bösendorfer un día en tu casa.

 


Los buenos momentos

Los buenos momentos no fueron en Terrassa ni en Palau, vinieron sin pagar entrada con licencia hasta que se arrasara el vinilo. Los buenos momentos fueron malos para unos vecinos sufridos que protestaron ("aquesta música que no s'entén", esgrimía el señor C.), que nos apedrearon más de dos y de tres veces y que nos pusieron truenos valencianos en la ventana, algunos con muy mala baba. Parecía existir una especie de cuenta corriente con su debe y con su haber, lo que era bueno para unos era malo para otros.

En la casa de por aquel entonces Corea estaba entre los predilectos. Buen jazz salpicado de heterodoxias, el artista se prodigaba en la experimentación, igual tocaba un Bösendorfer que un teclado eléctrico, incursionaba en la samba y el flamenco y hasta los estándares se presentaban con cabriolas sorprendentes, muy divertidas. Estábamos en la edad de oro que al señor C. ya se le había pasado como se nos ha pasado a nosotros, que hoy pensaríamos en el asesinato de tener unos vecinos tan ruidosos. Era un presente sin mañana. Risa, mucha risa. Ahora me cuesta imaginar qué cosa podía producirnos tanta risa. Cenas, bailoteo, la juerga permanente que decía Gato Pérez. Todos hemos sido rey del mambo en algún momento de nuestra vida, es esta una monarquía popular que más pronto que tarde nos convierte a todos en eméritos. No se concebía entonces una reunión de amigos sin tocata en perpetuo movimiento; un disco detrás de otro. Hasta para retozar con señoras y señoritas algunos poníamos un disco como preliminar; así, bien arropados por Corea alguna vez nos pareció que en lo amatorio rozábamos el virtuosismo del artista y nos otorgaban el cum laude. Corea: Return to forever.


Nota bene 1. La Providencia ha querido que unos días después de marcharse el admirado Chick también se fuera Johnny Pacheco (Fania), otro destacado entre los gustos musicales de entonces y otra pesadilla del señor C. A este paso vamos a quedar en manos de raperos.

Nota bene 2. A raíz de estos recuerdos sin duda distorsionados por la memoria aleatoria, me he interesado por el precio actual de un Bösendorfer. Que no se desanime nadie, los hay desde 35.000 hasta 180.000 (consumada la modernidad y el europeísmo ya hablamos en euros); eso sí, la oferta incluye un viaje a Viena para probarlo en el auditorio que el fabricante pone a disposición.

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